jueves, 27 de agosto de 2015

La noche (5)

Ahora Guzmán se encuentra abrazado a esta mujer que no conoce y que siente tan próxima –no solo físicamente, como es obvio-, parece como si la conociera de muy atrás, como si la hubiese estado buscando sin saber, como se buscan los sueños, en otra vida y también en esta. Le gusta su perfume que no conoce y su piel tersa de una suavidad que tampoco conoce. El mundo ahora es nuevo para él, ha renacido con los mismos ojos y los mismos zapatos a esta realidad onírica que nunca imaginó y le cuesta poner las entendederas de pie, afianzarse en el torpe equilibrio de sus piernas maltrechas por los excesos, confundido por una belleza que la oscuridad no le deja otear como él quisiera.

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La noche tiene un aire frío que no duele y una neblina casi transparente que dulcifica los límites inciertos del vacío. Se deshace del cuerpo de esta mujer que dice llamarse Lara. A él bien poco le importa cómo se llame, se dice con sorna, le gusta su aire de hembra necesitada, su pose de modelo sin pasarela, ha tirado los zapatos de aguja a la arena, se ha retrepado al otro lado del sofá blanco de piel falsa y ha puesto sus pies desnudos en la pelvis de Guzmán. Guzmán adivina sus piernas, por debajo de una falda corta y negra, unas piernas largas y bien moldeadas, ella le dice si le gustan sus piernas y él responde sin palabras acariciando sus pies y sus rodillas con el pudor de un adolescente.

Ella le deja hacer, le gusta este hombre sombrío con aire poeta fracasado o de ermitaño urbano que huye de sus propios fantasmas, ella ama a este tipo de hombres descuidados, esquivos, entrados en una edad madura que es una caja de Pandora, un cofre de sorpresas que espera la mano del mago –en este caso de la maga- para materializar el milagro. Lara no conoce a Julio Cortázar, así que cuando Guzmán le dice que ella es como la maga del escritor argentino, ella se desconcierta, ignora cómo este hombre ha atravesado sus pensamientos de loba en celo, de novia traicionada, de putita seria.

Lara quiere quedarse al lado de este hombre que habla de cualquier tema que no le interesa, lo hace para romper un silencio helado que le molesta, que entorpece a cuanto ha de ocurrir en cualquier momento. Ella no quiere recordar de dónde viene, ni qué será de la vida que ha dejado a un lado para siempre, de un mundo gastado y miope que se moría cada día a sus pies, que le pesaba en las espaldas, con su monotonía perfecta, sus protocolos de palacio, sus alfombras persas que nadie pisó para que su conservación fuese eterna y obligada, y sus tardes lánguidas junto al estanque y el césped artificial y los pájaros encerrados en jaulas de cristal. Ya no quería aquella vida falsificada que nunca deseó, ni sus privilegios de señora de la casa, ni sus tarjetas de crédito, ni sus cubiertos de plata, ni los pavos reales alborotando la paz muerta de las siestas impuestas cuando el sol tampoco está.

Ahora, tendida así, cierra los ojos, cierra otra vida, para abrir paso a ese involuntario deseo de romper con un pasado que nunca sintió como propio, pieza de un paisaje vendida al mejor postor, de un paisaje exuberante –eso sí-, pero artificial. Guzmán acaricia sus pies, nunca hasta ahora había acariciado unos pies. Nunca se le ocurrió acariciar unos pies así, mirando el mar, sin pensar que la noche es oscura, sin plantearse qué hacemos en este puto mundo, sino comer y cagar, y volver a comer y a cagar, como pollos de granja, vaquitas en un campito que los viajeros observan desde el tren y olvidan en ese mismo instante, ovejas de un rebaño que pastan donde se les dice, que balan con desconcierto y sin que tenga ningún sentido.

Lara y Guzmán, cada uno a su modo, no soportan el mundo que el sistema ha diseñado a sus medidas, desconfían de los vientos que soplan a su favor y de los rumores que anuncian una felicidad hecha a prueba de bombas, en un mundo herido y salpicado de conflictos bélicos, de fronteras invulnerables y muros de nueva construcción. Éste es el siglo de los muros, piensa Guzmán, de las alambradas de espino, de las vallas electrificadas, de las leyes que nacen para crear dolor y desarraigo. Guzmán deja de pensar. Voy a dejar de pensar, se dice, si no me pongo en pie y acabo con este mundo de los cojones. Lara lo siente inquieto. Le acaricia con un pie la oreja, la barba cana, la nariz de sabueso feliz. Guzmán agradece estos masajes improvisados que le han sacado de un cabreo momentáneo y recurrente. Es lo que tienen algunos pies. Ahora lo sabe.

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sábado, 22 de agosto de 2015

La noche (4)

Guzmán mira a esta mujer que se ha sentado a un lado, ella le dice que se llama Lara, que se ha escapado de una fiesta, que ahora no sabe adónde ir y además es lo que menos le importa. Guzmán no pregunta, nunca pregunta, observa con mirada de periodista cansado, de hombre cansado, mira a esta mujer que le gusta y le atrae, no se lo dice, no se lo dirá, él nunca dice nada que le salga de muy adentro, o lo dice de otra manera, como no sabiendo, sin saber que lo está diciendo, él es así. Esta mujer sabe, intuye, que este hombre es así: engreído, difícil, enigmático, solitario, grotesco a veces, irónico, sobre todo irónico, con él mismo, con los demás, con el mundo entero.

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El mundo entero, le dirá más adelante, le importa muy poco, se lo dirá de otra manera, con más nervio y gracejo, con más cabreo, con más conciencia de que es así, convencido de que nada aquí tiene sentido, pero al mismo tiempo esperanzado en que esto pueda cambiar cualquier día. A ella le gustan sus manos grandes y cuidadas, sus palabras medidas, correctas, bien utilizadas, sin que ninguna frase se escurra y empañe la precisión del mensaje. Él habla de la noche, de los días que se cuecen inevitablemente a su alrededor sin que nadie pueda detenerlos o envasarlos para que el óxido del tiempo no se los coma.

Él mira a esta mujer que se parece tanto a la que siempre soñó, y le parece un entuerto difícil de entender e imposible de masticar. Le abruman las noches vacías como ésa que deparan encuentros inconcebibles, escenas oníricas, posibilidades remotas y a la vez reales y abarcables, del mismo modo que se coge una manzana y la retienes en la mano cerrada por un tiempo, hasta que el tiempo inhabilita los músculos y éstos ceden y la manzana rueda por doquier. La comparación le parece tonta, pero no puede borrarla de la cabeza. La cabeza es un órgano autónomo, empecinado en sus propias obsesiones, al igual que el corazón, que le gusta adentrarse en bastiones inescrutables. Él huye de la cabeza y del corazón, y se deja llevar por las vísceras, se dice, y ejecuta con el sexo de modo maquinal y exigente, y adiós sueños dorados, se dice, cada uno a verlas venir como pueda.

Esta mujer que dice llamarse Lara le confiesa que a partir de esta noche su vida será distinta, que ya no será como antes, que todo se ha ido al cuerno, vaya saber dónde dios anda eso, sonríe con una belleza que cautiva a Guzmán, pero ella dice que la fiesta era bonita, grande, de una elegancia discreta y difícil, con una música de fondo que parecía cantada por los ángeles. Guzmán nunca se paró a pensar cómo cantan los ángeles, pero le gustan esas metáforas inútiles que no sabe adónde le llevan, mira a Lara y escucha cómo comienza a salir de un mundo en el que ya no puede vivir, en el que quizás nunca hubo de estar.
Él no dice nada, la vida le ha enseñado a escuchar, a crear sus propias imágenes, a animar sus fantasías sin herir a los demás. Después de todo, piensa, cada uno debe poner coto a su tristeza como mejor entienda y pueda, que no es poco. Lara dice que todo se fue a la mierda, que no sabe ni cómo ocurrió, pero que todo se fue a la mierda en un pispás, aunque en realidad sospecha y no quiere saber que todo comenzó mucho antes, que el amor ha muerto bastante antes de que llamemos al forense que duerme en nuestra alma.
Es así, piensa Lara. También lo piensa Guzmán. En noches como esta noche todos piensan igual. El vigilante jurado que ha entrado al café-restaurante a rellenar la petaca de Havana Cub siete años probablemente pensará igual. Poco importa ahora la figura de este vigilante que Lara ve sin importarle lo que hace. Mira a Guzmán y le confiesa con lágrimas incipientes que no sabe dónde empezó a morirse todo, que no sabe cuándo comenzó a quedarse sola sin saber que ya lo estaba, que él fingía de una manera profesional imposible de desenmascarar. Es un impostor de los sentimientos, dice.

A Guzmán le gustan estas expresiones porque sabe que después viene el llanto, el mandar el mundo a la mierda, el arrepentirse de la vida pasada y perdida, el beber sin control, el abrir los ojos a otro mundo que ella nunca supo que podría existir, y cuando abra bien los ojos y las lágrimas le hagan ver la realidad remota que nunca alcanzó a soñar, ahí estará Guzmán abrazándola, diciéndole no vale pena sufrir por un hombre así, mira a la luna, pero ella le dice que la luna hoy no está, y ambos ríen porque saben que la luna no está hoy, y en un abrazo que ninguno de los dos quiso evitar, los dos saben que no quedará ahí. A Guzmán estos milagros que suceden en unos segundos así porque sí le parecen fantásticos, tanto, se dice, que por ellos vale la pena vivir.
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lunes, 10 de agosto de 2015

Otro asesino muere sin arrepentirse

Los asesinos mueren sin arrepentirse de los genocidios en los participaron convenidos. Como si la mano de Dios los hubiera elegido y les hubiera otorgado del don del horror. En marzo de 2013 el nazi Erich Priebke murió sin arrepentirse de sus crímenes. Asesinó a 335 personas en 1944 por orden de Hitler. Y él obedeció. Faltaría más. En agosto de ese mismo año el nazi húngaro László Csatáry murió sin ser juzgado de los crímenes de los que tampoco se arrepintió. Ayudó a deportar a Auschwitz a 13.000 judíos y en los campos de concentración golpeaba a los niños, y azotaba, torturaba y asesinaba a prisioneros. En junio de 2013 también murió Jorge Rafael Videla. Tampoco se arrepintió de haber colaborado en la desaparición 30.000 personas y de haber 400 bebés. Era católico y la Iglesia argentina le apoyó en el ejercicio del terror en el periodo de 1976 a 1983.

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Ahora ha muerto en Santiago de Chile el militar en retiro Manuel Contreras, símbolo de los crímenes de lesa humanidad, director de la diabólica Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y brazo ejecutor del siniestro régimen de Augusto Pinochet. Su currículum nada envidia a los anteriores: llevó a cabo detenciones ilegales, torturó, ejecutó e hizo desaparecer a miles de chilenos desde el golpe de estado asestado al pueblo en 1973. Estaba condenado a 526 años de cárcel por violación de derechos humanos y esperaba la confirmación de otras sentencias por 578 años más de prisión.

Ha muerto muy viejo, a los 86 años, como los anteriormente citados, en el Hospital Militar de Santiago de Chile, sin haberse arrepentido. El cinismo lo atropelló en los últimos años de su delirio de mártir inocente, cuando afirmó que la DINA nunca torturó, que los muertos fallecieron en combate y que los detenidos desaparecidos no existen, como si se hubieran ausentado como por arte de birlibirloque. No hay señales de locura ni de enajenación en sus declaraciones, como tampoco las hay en las de otros asesinos como él, sino solo la muestra inapelable y cierta de su sinrazón y de sus despropósitos, de su capacidad de maquinar, de encubrir y de negar tales atrocidades, aun cuando la justicia no haya alcanzado a darles café-café ni la Iglesia Católica haya exteriorizado signo alguno de condena.

Cada vez que muere uno de estos desalmados, escribo un obituario. Ese recuerdo es mi insignificante colaboración para negarles el olvido a quienes nunca descansarán en paz y andarán perseguidos en sus tumbas de falsos cristianos por aquellos desaparecidos que nadie sabe ni sabrá nunca dónde les llevó el horror de estos mal nacidos. Esa impostura de nuestra conciencia, esta conformidad desaprobadora pero pasiva, es lo que no alcanzo a entender de este mundo que, visto en días de estío frente al mar, parece más benigno de como nos lo presentan estas necrológicas del disparate.
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domingo, 9 de agosto de 2015

La noche (3)

Ella dice que se llama Lara. Lo dice a cualquiera si pregunta. Eso pasa por preguntar, se dice ella sin que nadie pida explicaciones. Pero su nombre es otro. No importa cuál. No es la primera mujer que busca otro nombre que no sea el propio. Para algunas, es un disfraz donde esconder un pasado sin redención posible. Para otras, una fórmula factible para ejercer una bipolaridad de la que no logran desprenderse. No es fácil autogestionar dos vidas paralelas. O más, depende de cada caso. Para Lara, se trata de pura diversión. Eso sí, no siempre se llama Lara. Según el lugar y las circunstancias, puede ser Andrea. Cada nombre de pila esconde un corazón definido y un currículum delineado con bisturí.

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Ella huye de las situaciones incómodas, desprecia a los hombres fáciles –es decir, a casi todos-, no ambiciona lugares comunes ni horizontes de celofán, ni construye sueños de plástico que se evaporan cada amanecer. Es diestra en la lucha contrainsurgencias urbanas pecho contra pecho, fugaz en los avatares íntimos que la pretenden reducir a un icono de mujer libre que detesta. Cualquier día, eso sí, un hombre le romperá la crisma de las entendederas y no sabrá por dónde le entró el disparo que pronto le desgarrará las vísceras.

A sus años -quizás los cuarenta, no quiere saberlo con precisión-, la vida le sigue pareciendo un crucero amazacotado de viajeros que no saben adónde ir. Ella, por su parte, va a cualquier parte. No le importa conocer su destino ni definir una ruta concebida a priori. Ahora, por ejemplo, se ha escapado de una fiesta, de unos brazos que le aturden, de un mundo que agoniza a sus pies, y ha comenzado a andar bordeando la línea de la playa y observando una noche sin luna y sin estrella.

Ella ama las noches sin luna y sin estrellas, las noches sin poetas proclives a morir de un espasmo ante tanta belleza inusitada y tan cantada desde siglos atrás, los rincones en los que nadie se esconde, las palabras que desechan escritores consagrados, los colores indefinidos sin catalogar, las noches como esta que nadie ve y nadie quiere y que ella acoge como un hogar sin dueño, prestada por un instante, mientras la magia sea posible y el mar cumpla la función estética para la que está destinado.

Piensa en esto y en más, mientras camina rumbo a un hombre que está retrepado en un sofá blanco de piel falsa que mira al mar o la mira a ella –ella tampoco sabe- y él la ve venir con su traje de noche sin fiesta y las piernas sucias de arena y las venas prontas a estallar de burbujas de champán francés. Tiene un aire informal y desalentador embutida en su uniforme negro diseñado para galas de un rango superior, no para sentarse en ese sofá junto a un hombre que no conoce, en una noche oscura y con calima, a las puertas de un café-restaurante clausurado a esas horas en que los borrachos habitan otros tugurios de peor vivir y de mejor beber. Pero está ahora aquí. No sabe cómo ha llegado. Tampoco por qué. O sí lo sabe y no quiere pensar en ello.

El vigilante jurado se le acerca, le dice que está cerrado y ella dice vale. El vigilante jurado le ofrece ron de la petaca y ella bebe un trago largo, sin sed, con algo de angustia, ahora cómoda, lo agradece. El vigilante jurado dice que ya vuelve, que va a llenar la petaca. Sospecha acertadamente que la noche será larga. El hombre que está sentado a su lado no dice nada. Solo dice que se llama Guzmán. Ella le mira. Dice que le parece bien. Que esta noche todo le parece bien, que le gusta esta noche. Él admite la respuesta como válida. Sabe que no vale la pena preguntar el nombre. Sabe que hay detalles que nunca se preguntan si no son necesarios para ser feliz. En su trayectoria vital, Guzmán ha aprendido mucho, sobre todo esos pequeños detalles que otros hombres detectan y que a esta mujer embrujan. Ella le mira por primera vez. Coño, me gusta, dice para ella. Y eso ya la relaja. Llevaba una noche de perros.
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sábado, 8 de agosto de 2015

La noche (2)

Este hombre se llama Guzmán. No suele decir su nombre por precaución. Le gusta pasar desapercibido. Ser invisible, excepto a los ojos de una mujer que se siente sola. Es su adicción. No lo puede negar, tampoco lo niega. Su perfil lo cinceló en el oficio. Muchos años dedicado al periodismo le dejaron secuelas incurables. Un pelo cano que no lo envejece, que tampoco sabe si es genético o si es secuela de titulares rudos, de noticias duras, de banalidades asumidas como acontecimientos trascendentes. Una voz rota, que no identifica la marca del aguardiente, pero que denota noches locas, que sugiere amores escabrosos e inmerecidos, viajes inconfesables, historias confesables y confesadas aunque increíbles y ciertas. Tiene los ojos de haber metido la mirada en muchos libros y la pituitaria de un sabueso que ha invertido en la vida más de lo que la vida puede ofrecer a cualquiera.

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Retrepado contra este sofá blanco de piel falsa, cualquiera puede pensar, a primera vista, que no se movió del lugar, pero cuando esta mujer lo conozca más a fondo, que pronto sucederá, ella sabrá, y nosotros sabremos por ella, que en su cuerpo maltratado por una década holgada de años caben todavía más años y más vida. Y eso, a esta mujer, que se acerca a este hombre sin la sospecha de que cambiará su vida, le parece un acontecimiento al que por nada debe renunciar. Él, que exhibe pocas cicatrices en la piel, piensa que la noche nunca es un refugio, sino un sendero imprescindible donde siempre encuentra un amanecer diferente.

Ahí, observando a esta mujer, que no es sirena –afortunadamente- ni musa –no está para estribillos mercantilizados este verano-, sabe de su belleza antes de conocerla e intuye rasgos en sus andares hembra insatisfecha –que no derrotada-, y en sus manos, cuya piel ya acaricia, percibe la sombra desatendida del amor equivocado. Se lo dirá. Y ella advertirá en sus palabras un mundo que pretende escrutar, sin importarle que la noche agonice a sus pies y después, con el amanecer, la luz disipe un sueño contrahecho.

Guzmán no se precipita. Nunca lo hace. Ni en sus adivinaciones ni en sus actos. El tiempo, lo sabe, debe jugar a su favor. El tiempo es esa herramienta que, bien administrada, dota a la narración de la tensión y la inflexión necesarias, evita digresiones prescindibles y precipita un final inevitable que nadie sabe y que a veces ocurre. Guzmán sabe que comienza la cuenta atrás. Ésta no es una carrera de obstáculos, lo sabe. Tampoco le gustan los símiles. En estos trances huye de ciertos artificios literarios y llama a las cosas por su nombre. Lo aprendió del oficio. La precisión de las palabras. Es lo que ellas quieren, se dice siempre, se dice ahora. A las mujeres les gusta la palabra precisa y certera, le gustan los hombres que miran sin matices, que buscan sabiendo qué van a encontrar, aun riesgo de errar. El fracaso, él lo sabe, también ofrece sus recompensas. Guzmán sabe que no este no es el caso.

Ve a esta mujer que se acerca, como si el mar la hubiera vomitado de sus entrañas, como si la noche la hubiera inventado para él. A veces ocurre, se dice. Lo dice sonriendo, con la conciencia de que, entre el riesgo y la nostalgia, siempre apuesta por la posibilidad remota del error, por ese paso imprescindible que siempre le pone al borde del abismo. En este caso, frente a una mujer que le rompe la noche en relámpagos que no ve, porque los siente adentro. Y eso le gusta. Joder, se dice, esto sí que es una metáfora afortunada. Y vuelve a sonreír.
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viernes, 7 de agosto de 2015

La noche (1)

El verano es tórrido, irrespirable. Pero hoy la noche es fresca, apacible. No hay estrellas. El viento de África tiende sobre la superficie del mar una cortina de calima espesa que oculta las estrellas y que trajo por la tarde un aire de bochorno que la madrugada diluye. El mar está manso, como un perro cansado y feliz, y la arena tiene un gris sin brillo que no es de tarjeta postal. Aquí, ahora que los turistas duermen y los pescadores faenan próximos a la orilla en sus barcos de arrastre, la vida parece un añadido a la existencia cotidiana.

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A los bares les han prohibido interrumpir nuestros sueños con la música comercial y ratonera de otros años, y ahora, aquí, con un silencio inaudito, este hombre escucha el leve rumor del agua marina que espera otros vientos e inventa otros naufragios. Aquí, donde el mar lame estas arenas grises y los pinos mediterráneos perfuman el aire de una pureza difícil de identificar ya, este hombre, el último parroquiano de un bar en desuso a estas horas, agota el último gintónic de la noche, reconfortado en un sofá blanco de piel falsa que mira a la playa.

Aquí, tendido sin mirar y sin beber, después de haber mirado y haber bebido, esquiva la conversación del vigilante jurado que, armado en este paraíso sin guerras y sin enemigos a quienes derrotar, confiesa pecados menores sin trama y sin tensión narrativa. El hombre no dice nada, pero prefiere el silencio que este otro le niega. El vigilante jurado le ofrece un sorbo de whisky de una petaca vestida de cuero de vaca. El whisky es barato y le quema la garganta. “Joder, está caliente”, dice este hombre. Lo dice sin piedad y pide perdón. Agradece el gesto. Después mira al mar, que es lo que estaba haciendo. Mirar sin pensar. Nada más. Detener un momento la vida en mitad de un mundo que no entiende.
Es hora de acostarse tal vez, y de dormir, si lograra consolidar el sueño. Pero sabe que la noche es larga y está vacía. Sabe que en momentos como este la mirada se reduce a uno mismo, que ningún marinero o ningún turista ve más allá, porque no hay nada más allá ni nunca, porque todo se reduce a un espacio limitado pero de fronteras difusas y de peligros inocuos.

Este hombre, retrepado contra su propio cuerpo, mira al mar y observa cómo una mujer avanza hasta este sofá blanco de piel falsa. No sabe de dónde surge esta imagen real, ni cómo va llegando hasta acá. La mujer anda despacio, esquivando la arena fina de la playa. Trae un cansancio melancólico en las piernas y unos ojos claros, que él no ve y que horadan los contornos indescifrables de la oscuridad. Él observa a esta mujer que le ofrece la noche, aquí, retrepado contra los avatares inciertos que propicia el azar. Él no lo sabe, pero un punto de inflexión en su biografía modificará a partir de ahora un devenir que sospechaba baldío e irracional.
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sábado, 1 de agosto de 2015

Otro rostro en el espejo

La noche es clara, pero nos confunde la oscuridad. La noche acoge a los desamparados y a los que invocan a la tristeza como motor de inspiración. La noche es tierna como un bizcocho que se esponja en un café inexistente y se diluye en su propio ser. La noche es una naturaleza de fibras frágiles, un colchón reconfortante capaz de acoger todas las indecisiones del ser humano. Detrás no hay nada, pero a primera vista la oscuridad esconde una magia elaborada, esa sensación de estar solo en mitad de la nada y, a pesar de todo, sentirte capaz de sobrevivir a cualquier naufragio interior.

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Más allá, si logras apartar la oscuridad que esconde aquel camino, encontrarás un refugio compartido, un espacio que pasa desapercibido al caminante y al intruso, y donde es posible navegar entre rocas y precipicios, sin rumbo, sin la necesidad de llegar a ninguna parte. Estar, sin más. Fuera del tiempo. Contigo. Mirando a la luna o adonde sea. Qué más da. Mirando para ver. Sin saber a dónde mirar.Tal vez al interior, donde nadie es capaz de entrar. Donde solo tú conoces el camino que nunca anduviste, por miedo a encontrar otro rostro en el espejo.
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