martes, 12 de junio de 2012

Frases que hacen historia

He leído estos días a un maestro de la brevedad. Hoy, precisamente, en que la incontinencia verbal –y otras incontinencias- es uno de los rasgos más visibles y definitorios de un momento histórico confuso y posiblemente cada vez más vacío, pero repleto de cachivaches inservibles.



Hablo de Alejando Zambra, un escritor chileno aun joven (Santiago de Chile, 1975), que ha escrito tres joyas breves y perfectas: Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011). Las tres obras están enhebradas con precisión de orfebre, selladas en una estructura cerrada y laberíntica en la que encajan todas las piezas y en la que el tiempo va y vuelve al antojo del escritor.

Zambra hace literatura y al mismo tiempo explica el proceso de creación. Su proceso y su necesidad. Da la impresión de que a veces se repite. Y lo explica: “Sabía poco, pero al menos sabía eso: que nadie habla por los demás. Que aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia”. Por supuesto que es así.

Su estilo es contenido y, entre párrafo y párrafo, el lector puede subrayar frases que son perlas, porque su vida es también la nuestra, porque la melancolía es un salón colectivo, pues, como señala Zambra, “a nadie le hace bien tanta proximidad con el pasado, pero podemos ayudarlo a encontrar un lugar distinto”.

En La vida privada de los árboles vuelve sobre este concepto: “La memoria no es ningún refugio”. Unas páginas atrás escribe otro sentimiento que todos compartimos: “Está bien, era sin compromisos, como debe ser: se ama para dejar de amar y se deja de amar para empezar a amar a otros, o para quedarse solos, por un rato o para siempre. Ése es el dogma. El único dogma”.

Me gusta coleccionar frases de libros, escritas en lavabos o autobuses, las que escucho en tabernas o en la calle. Me gusta esa filosofía del pueblo fragmentada en múltiples pildoritas que escuchamos y se olvidan y después alguien recuerda en otro lugar remoto del mundo.

Adolfo Bioy Casares se dolía también de esta enfermedad que le llevaba a recoger en cuadernos, servilletas o billetes de metro o autobús, lo que tuviera en la mano, frases leídas u oídas que le impresionaron, reflexiones que le inspiraron o le hicieron reír, de personajes célebres o de criaturas anónimas. Pasó a la historia de la literatura por La invención de Morel y una obra sobresaliente, en ocasiones en solitario o en compañía de Borges y de Silvia Ocampo, que le valió en 1990 el Premio Cervantes.

Pero también publicó una compilación de frases que fue recogiendo por medio mundo con el título De jardines ajenos, y que hoy es una rareza bibliográfica que pocos lectores conocen. De entre la brumosa cantidad de frases absurdas, curiosas o sorpresivas allí recogidas, siempre me impresionó la que el ayatolá Jomeini pronunció pidiendo la pena de muerte para 600 conspiradores en junio de 1980. “Nadie tiene derecho a perdonar”. Por supuesto. Pero sí tienen derecho a morir en nombre de nobles causas que en el pasado siglo se llevó por delante a más de cien millones de víctimas.

Son frases que hacen historia. Estos días de recurrente crisis se oyen también algunas frases de oscuro pronóstico y que solo pueden anunciar turbulencias por encima y debajo de las nubes. Pero el ciudadano no sabe desentrañar su contenido, precisamente porque está en las nubes, narcotizado de miedo y de ilusiones chamuscadas.

Cuando nuestros nietos alcancen a leer todas estas frases que hacen historia, entenderán por qué un día, en esos dichos deshilachados, nos vendieron un futuro a saldo que nadie quería, y que los libros salvarán del olvido para hacer historia.

Un tiempo que todavía hoy es un presente que tenemos la obligación de defender ajenos a esos cantos de sirena que pronostican que nadie tiene derecho a perdonar, pero sí a una condena sin piedad posible en medio de un barullo que nos desconcierta y enajena. Como si este tiempo ya no fuera nuestro, sino simples retazos de un sueño del que nos despertaron a palos para meternos en una pesadilla de la que, sea como sea, habrá que salir. Aunque en el empeño se nos vaya el alma.
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