miércoles, 12 de octubre de 2016

El compromiso de Rosa María Calaf

Julio Verne, en un sueño muy calculado, logró que su personaje Phileas Fogg diera la vuelta al mundo en 80 días. En 1889, la periodista norteamericana Nellie Bly se adentra en los subterfugios del periodismo gonzo al emprender otro viaje alrededor del mundo, fascinada por las aventuras del escritor francés. Creía que era posible reducir el tiempo empleado en este empeño. El viaje lo plasma en una crónica publicada con posterioridad con el título La vuelta al mundo en 72 días. El escritor argentino Julio Cortázar, que también sentía adoración por Julio Verne, pero que siempre se las anduvo al revés con el mundo, buscó la realidad dentro de él mismo en un viaje alrededor de la misma mesa. El resultado fue otro libro sorprendente: La vuelta al día en 80 mundos.

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El mundo es la materia de la que se nutre el periodismo. También lo son, desde luego, el demonio y la carne. Pero el mundo cada día se muestra más desdibujado en los medios de comunicación. En la crisis que atraviesa el periodismo convergen circunstancias concomitantes: bajos salarios, precariedad laboral, cierres de medios, excesos de periodismo de mesa, abuso de fuentes institucionales, sobreabundancia de informaciones, proliferación de contenidos basura y, en definitiva, un agotamiento de los modelos tradicionales de periodismo.

Rosa María Calaf viene a hablaros de otro periodismo, del periodismo que ella conoció. Ella se educó en la necesidad del testimonio directo, en un periodismo cuyo objetivo era el servicio a la ciudadanía, en una empresa periodística que aún no había perdido su vocación informativa, en un periodismo en el que los contenidos no estaban supeditados a la tecnología. Ella ama a los periodistas que se hacen preguntas y lo cuestionan todo. Hoy, que hasta en las facultades confundimos qué es comunicación y qué es información, ella lo resuelve en una sola frase: “Comunicar es que yo te cuento aquello que quiero que sepas. Pero informar es que yo te cuento aquello que tienes que saber”.

Ella no quiso contar el mundo desde la esquina de su calle. Cuarenta años de profesión la han llevado a ejercer el periodismo en 183 países, muchos de ellos en situación de guerra o de crisis humanitaria. Durante décadas ha sido corresponsal de TVE en Nueva York, Moscú, Buenos Aires, Roma, Viena, Hong Kong o Pekín. Se había licenciado en Derecho por la Universidad de Barcelona y en Periodismo por la Universidad Autónoma de esta misma ciudad. Su buen hacer periodístico, como corresponsal de TVE en medio mundo, lo ha visto recompensado con creces. En el año 2008 fue investida doctora honoris causa por la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona y en el año 2010 por la Universidad Miguel Hernández de Elche.

A lo largo de su carrera le han concedido además multitud de premios, entre otros: El Premio Ondas a la mejor labor profesional en el 2001; Periodista del año 2001 por el Colegio de Periodistas de Cataluña; el XXIII Premio de Periodismo Cirilo Rodríguez; o el Premio Club Internacional de Prensa a la mejor labor en el extranjero en 2006.
En 14 de mayo de 2007 Rosa María Calaf recibió también el Premio Women Together, otorgado por su trayectoria profesional a favor de la lucha por la igualdad y en noviembre de 2007 recibió el premio a “Toda una vida” concedido por la Academia de la Televisión de España, un reconocimiento a su larga carrera como corresponsal.

En noviembre de 2008 se acogió voluntariamente el ERE de TVE. Su prejubilación tuvo lugar el 1 de enero de 2009. Ahora anda por el mundo, de foro en foro, contando de qué va esto del periodismo.

A Rosa María Calaf es fácil de reconocer. Aparentemente, por el mechón, plateado o dorado, que cae sobre su frente y que la define como su rasgo característico, idea del estilista Luis Llongueras. Cuando la escuchen hablar, sabrán además que es una periodista de raza –como se dice en la jerga de la profesión-, de palabra precisa, de carácter indomable, incapaz de supeditarse a otros poderes que no sean servir al ciudadano en su función de informar, adicta al periodismo de investigación, a la información bien contrastada y verificada, a la palabra justa y oportuna, a las noticias que se construyen con el conocimiento y no con la emoción. Rosa María Calaf ha sido y es una periodista honesta y rigurosa, una mujer que entiende que el periodismo no es solo una profesión, sino también y sobre todo un compromiso y una responsabilidad con los demás. Una manera, a fin de cuentas, de contar el mundo.

(Palabras de presentación previas al discurso de inauguración del curso académico en la Facultad de Comunicación por parte de Rosa María Calaf el día 6 de octubre de 2016)
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martes, 31 de mayo de 2016

El último día

El último día nunca es hoy, sino ayer. Es ese momento en que comienzas a decir adiós sin que nadie sepa que te vas, ese instante en que abres la maleta y calculas los recuerdos que no cabrán, las vivencias que ya olvidaste, las historias que quisieras dejar sobre la mesa para siempre. El último día ya es tarde para comenzar de nuevo, para pedir perdón, para beber entre dos una botella que conservaste en un rincón durante tantos años. El último día siempre anuncia un nacimiento o un sino fatídico, la última hora de un ayer que se difumina en el aire y el primer día de otra semana que no acechas a descifrar, sombra proyectada sobre minutos inexistentes, espacios robados a un recuerdo entumecido. A veces, sobornamos los últimos minutos con descuidos torpes, con falsos simulacros de alarma y sonreímos, torpes, ante tanta improvisación ineficaz.

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Después, el avión despega sin que nadie nos diga adiós en el aeropuerto y las horas, desordenadas en el equipaje, buscan mejor acomodo para no deteriorar los papeles en los que nunca escribiste su nombre. En un cielo sin nubes, el tiempo ya no existe y el viaje solo es un pretexto para esbozar otros argumentos y caminar otras calles. En el fondo, el último día siempre es ahora, cuando estás frente a ti, hierático y frío como una estatua de mármol o como un policía uniformado. El último día siempre es una excusa y un enigma para decir volveré, aun cuando sabes que ella seguirá esperando en el arcén a que ese último día se haya extinguido para siempre o nunca haya existido.
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sábado, 28 de mayo de 2016

Nostalgia

Deja la casa vacía ahora que no está. El perro se enrosca junto a los libros con las orejas gachas. En la calle alguien grita su nombre a nadie. Administro, mientras tanto, una prolongada espera sin otro objetivo que no destrozar los muebles con las huellas y los dientes. Hay momentos prestados a la incertidumbre que detesto. Afuera, la ciudad es un arco iris de posibilidades que rechazo, aun cuando sé que el éxito es cómodo y gratificante, y que hay otros cuerpos que rehúyen la melancolía y buscan con destreza profesional las probabilidades estadísticas de un encuentro inusual y reconfortante. Al otro lado de la noche, donde la lechuza acecha al incauto, una mujer avanza sola por las avenidas vacías, y los taxistas la observan como guepardos agazapados en la oscuridad.

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Los bares están abarrotados de hombres sin alma y ellas huelen ese vacío a distancia y dirigen la mirada a otro ángulo de la sala donde no hay nadie. Esta mujer, a quien no conozco, es diferente. Me pide fuego, pregunta mi nombre sin intención, bebe un trago largo de un cóctel indefinible, me observa sin parpadear, tal vez esperando una respuesta, una propuesta, un adiós. Le digo que estoy esperando, no sé bien a quién, a alguien que nunca llegará. Ella sonríe verificando mis palabras, degustándolas vocal a vocal, consonante a consonante. Y después dice sí, siempre es así. Me coge de la mano y me dice ven. Afuera, también me dejo llevar. Eso fue ayer. Ahora ha salido. La espero y no sé si volverá. El perro no dice nada. Para qué. A los dos nos puede la nostalgia.
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martes, 24 de mayo de 2016

El pecado

Le mondas la piel a la noche y, como nuez sin cáscara, muestra un esqueleto desprotegido de interinidades y de reclamos, restos de un naufragio que la historia no detectó en el radar de los objetos extraviados. Le quitas la piel a la noche, y hay una mujer desnuda que borra huellas en su cuerpo que delatan la soledad, y hay matices en su mirada que ella rehúye y que le recuerdan los años de abrazos y de manos llenas de espuma. Ella quiere salir de la noche, como se cruza de una a otra habitación, con los pies desnudos, sin hacer ruido, oliendo la luz que la guía por túneles deshabitados, evitando las albercas vacías de metano y las palabras que vagan sin rumbo en el aire quemado de estas bóvedas.

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Afuera, engañando el paso lúgubre de las horas, hay relojes atemporales a mitad de precio, peces que se suicidan a la sombra de los astilleros, cajas vacías y sin uso donde en otros días las estrellas se veían reflejadas como un plato de lentejas diminutas y brillantes.

Ahora, ya no puede ser. La noche anda deshecha como una mayonesa que arde al sol y, en las esquinas de la mesa, donde los inquilinos inventaban sueños sin final, esta mujer abre la puerta sin miedo, por primera vez, aún sabiendo que la vida es caprichosa en sus designios. Tampoco importa ya. Ha cumplido cuarenta años sin haber mordido la manzana que dios le dispuso en la mesita de noche. Laura Restrepo mira la manzana con incredulidad, y le duele esta mujer que ignora que el pecado, el gran pecado que dios no perdona, es la desobediencia.
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domingo, 15 de mayo de 2016

Esperando un nuevo día

Hay un vaso vacío, algunas ventanas cerradas, luces apagadas, una fiesta clausurada, una vida fingida, años disueltos en una edad que no aparenta, una apatía vital ancha y enigmática como el mundo que le ha tocado en suerte vivir, esquinas rotas, ángulos sin perspectiva, palabras que no son de nadie. Ayer la calle, al amanecer, era un garaje anárquico, son de claxon, bullicio de voces, una torre de babel que se disuelve en plena vía pública, diarios que anuncian catástrofes fingidas y desagravios reales. Todo un puzzle sin sentido, un cóctel desmesurado, que la mueve de un pasado que quiere olvidar a un futuro cóncavo, estéril, también gris. El color de la ceniza, se dice. El color que no es color, sin transición, escala en un aeropuerto que te transporta de un lugar que no conoces a ninguna parte, el alambre del funambulista –volatinero o alambrista, demasiados sustantivos para quien se mece o avanza en el vacío sin otro propósito que alcanzar el lado extremo de la cuerda- que se equivoca en el penúltimo paso.

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No hay error. Nunca hay error. Solo que la hora no era la indicada, ni el augurio certero, ni la magia precisa, ni el objetivo claro. A veces, apenas un centímetro basta para perder el equilibrio, unos segundos de indecisión que rompen toda proclama, una advertencia que nadie oyó, un saludo a la persona equivocada. Después, cuando vuelva a caer la noche con su manto de incertidumbre, esta mujer recogerá del entarimado una carta olvidada, anónima, con el discurso preciso y exacto que le demanda el corazón. Pero no sabrá a quién dirigirse, ni a quién meter en la cama esa noche, con qué palabras construir una oración que solo él entienda. Así divagando, se quedó dormida. Mañana, al amanecer, ni ella sabe qué nuevas traerá el día.
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lunes, 9 de mayo de 2016

Buscando a César Vallejo

Hay nubes que ennegrecen el día y palabras sueltas y ancestrales que robé de algún libro de César Vallejo y que se arrastran por la mesa como gusanos buscando el ángulo más perfecto para caer al vacío. En mi memoria reciente está el rostro del poeta, lo busco por las calles de Lima, en los versos está su sombra de criatura maniatada a su propio esqueleto. “Me moriré en París con aguacero”. Claro, en Lima no llueve. Hay aguaceros de arena en las playas próximas y de luz gris en las ventanas de los edificios del barrio de Miraflores. Lo he visto beber pisco entre el gentío, sentado en una plaza céntrica de esa Lima virreinal que él amaba a su manera, como también a París quiso a su manera y le dolió la sangre de España en la médula de sus huesos cansados.

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“Niños del mundo,/ si cae España –digo, es un decir-…”. Él intuía que España ya había caído, sabía que también él moría sin remisión. Corría el año 1938. No quiso ver el final, se tapó los ojos con las manos, con años, con dolor, con muros de ira. En 1939 se publicaron sus plegarias contenidas en tres libros únicos. En París se desataba el aguacero que él conocía y en España la sangre llovía sin descanso hasta sepultar la historia y el futuro. En los diccionarios la palabra horizonte desapareció y un racimo de uvas rojas se desprendió hasta debajo de la tierra. Quedó, como siempre, la sombra vacía del poeta temblando junto a la ventana y a sus espaldas un aguacero de pólvora que inundó la noche de estrellas apagadas.
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jueves, 28 de abril de 2016

Cuando la noche...

Hay un curtido espacio de sombras que divide la habitación en dos mitades simétricas. A este, conforme se entra, la ventana, amplia y con vistas, muestra una ciudad caótica, un volcán milenario, el caos de un tráfico denso y ruidoso. Hay botellas blancas de escayola sobre algunos muebles que no dicen nada y una estética general que no soporta los años. Al otro lado, esta mujer acumula libros sin orden alguno, de temas varios y autores diversos. Lee por las noches, cuando el insomnio le ata las caderas a la nostalgia de otros años. Lee por matar las horas y, mientras lo hace, recompone en la memoria los días de felicidad usurpada.

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Es falso, se dice, que una mujer sea feliz sola, que se adapte a vivir lejos de la presencia de un hombre que le busca a estas horas los métodos procedentes para el descarrío personal, a estas horas en que la somete a la ceremonia invariable del amor. Conforme piensa, lee más rápido, como si la lectura detuviera el curso de los sueños y lograra paliar el deseo con palabras que se entrecruzan en su cejo sin mucho sentido. Ella sabe que no obedece a ninguna lógica estos pensamientos que la van quemando por dentro, en ese mismo lugar donde algunos hombres indagaron su identidad más profunda, allá adentro donde esconde los secretos peor guardados de su alma. Ríe ante la sospecha de que el alma se escabulla allá adentro, en lo más profundo de su sexo pero, a veces, cuando la libido le duele tanto que la enajena, lo piensa sin tachaduras, en la certidumbre de que qué mejor lugar habrá para conservar lo más verdadero de ella misma.

Cuando ya la tormenta cede, esta mujer abandona el libro, la cama y se asoma a la ventana que trae una noche en calma, con música que alguna vez escuchó en los sueños. Se viste como para ir de fiesta. Es decir, para ir de fiesta. Se enfunda los zapatos de aguja, el vestido de seda que contornea al detalle su cuerpo de ave rapaz, se maquilla sutilmente rasgos que no podría ocultar y que ahora destacan en su conjunto. Después, baja decidida a no dejar que la vida se le escape por las alcantarillas del edificio.
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